Sometida
Grecia, Alejandro cruzó el Helesponto hacia Asia Menor, pretendiendo
seguir los planes de su padre de liberar a los 10 000 griegos que se
encontraban bajo dominio persa. Mientras preparaba su partida, le
comunicaron que la estatua de Orfeo, el tañedor de la lira, sudaba, y
Alejandro consultó a un adivino para averiguar el sentido de esta
premonición. El augur le pronosticó un gran éxito en su empresa, porque
la divinidad manifestaba con este signo que para los poetas del futuro
resultaría arduo cantar sus hazañas.
De
este modo, tras encomendar a su general Antípatro que conservara Grecia
en paz, en la primavera del año 334 a.C. cruzó el Helesponto con 37 000
hombres dispuestos a vengar las ofensas infligidas por los persas a su
patria en el pasado. No regresaría jamás. Alejandro ocupó Tesalia y
declaró a las autoridades locales que el pueblo tesalio quedaría para
siempre libre de impuestos. Juró también que, como Aquiles, acompañaría a
sus soldados a tantas batallas como fueran necesarias y, por todos los
dioses que lo cumplió.
En
el transcurso de la campaña, decidió destruir la ciudad enemiga de
Lámpsaco, en una de las orillas del Helesponto, cuando para evitar la
catástrofe se aventuró a presentarse ante él Anaxímenes, ilustre hijo de
la ciudad y autor del primer manual de retórica conocido. Al verlo
Alejandro acercarse, con la intención de pedir perdón para su ciudad, le
gritó a varios metros de distancia:
- “Te juro, que no te voy a conceder lo que me vas a suplicar”.
- “Pues entonces yo te suplico- dijo Anaxímenes – que destruyas mi ciudad”.
Y así se libró Lámpsaco de ser arrasada.
Tiempo
después, otra anécdota singular ofrece un nuevo diálogo legendario,
pero esta vez con Diónides, pirata famoso entre los carios, los tirrenos
y los griegos, quien, capturado y conducido a su presencia, no se
arredró ante la amonestación del rey cuando éste le dijo:
-"¿Con qué derecho saqueas los mares?"
Diónides le respondió: - "Con el mismo con que tú saqueas la tierra";
-"Pero yo soy un rey y tú sólo eres un pirata"-, dijo Alejandro.
-"Los
dos tenemos el mismo oficio -contestó Diónides-. Si los dioses hubiesen
hecho de mí un rey y de ti un pirata, yo sería quizá mejor soberano que
tú, mientras que tú no serías jamás un pirata hábil y sin prejuicios
como lo soy yo"-
Alejandro, por toda respuesta, lo perdonó.
En
la primera contienda que se libró en territorio asiático, la batalla
del Gránico, los sátrapas le hicieron frente con un ejército de 40 000
hombres comandado por el astuto Memmón de Rodas y compuesto en su mayor
parte por mercenarios griegos, pero el ejército persa ofreció una débil
resistencia y fue vencido. En esta fragorosa y cruenta batalla Alejandro
estuvo a punto de perecer, y sólo la oportuna ayuda en el último
momento de su general Clito le salvó la vida.
A
comienzos del año 333 a. C., Alejandro llegó con su ejército a Gordión,
ciudad que fuera corte del legendario rey Midas e importante puesto
comercial entre Jonia y Persia. Allí los gordianos plantearon al invasor
un dilema en apariencia irresoluble: un intrincado nudo ataba el yugo
al carro de Gordio, rey de Frigia, y desde antiguo se afirmaba que quien
fuera capaz de deshacerlo dominaría el mundo. Todos habían fracasado
hasta entonces, pero el intrépido Alejandro no pudo sustraerse a la
tentación de desentrañar el acertijo. Tras dar varias vueltas alrededor
del yugo, desenvainó su espada y lo cortó de un preciso tajo diciendo:
"Tanto monta, cortar como desatar." Este símbolo y leyenda será
representado, mucho después, en el escudo de los Reyes Católicos.
Alejandro corta el nudo gordiano
Posteriormente
Alejandro cruzó el Taurus y franqueó Cilicia. En otoño del 333 a. C.,
se enfrentaría a Darío III en la batalla de Isos. Cuando el resultado de
la contienda era todavía incierto, el cobarde rey persa huyó,
abandonando a sus hombres a la catástrofe. Las ciudades fueron saqueadas
y la mujer y las hijas del rey fueron apresadas como rehenes, de modo
que Darío se vio obligado a presentar a Alejandro unas condiciones de
paz extraordinariamente ventajosas. Le concedía la parte occidental de
su imperio y la más hermosa de sus hijas como esposa. Al noble Parmenión
le pareció una oferta satisfactoria, y aconsejó a su rey:
- "Si yo fuera Alejandro, aceptaría."
A lo cual éste replicó: -"Y yo también aceptaría, si fuera Parmenión."
Sin
embargo, la familia de Darío III fue capturada en el interior de una
lujosa tienda, aunque Alejandro trató a todos con gran cortesía,
manteniéndoles su rango real y privilegios. Se cuenta que, tras la
batalla, Alejandro y Hefestión fueron a inspeccionar el botín ganado,
que incluía al harén real. Fue entonces cuando ambos conocieron a
Estatira y Sisigambis, respectivamente la mujer embarazada de Darío III
Codomano y la madre de éste. Mirando a ambos hombres, la reina madre
mostró sus respetos postrándose ante Hefestión, quien era el más alto y
bello, y, según la lógica persa, el más impresionante de los dos debía
ser el rey. Comprendiendo por los gestos que el séquito le hacía que se
había equivocado, comenzó otra prosternación ante Alejandro. Éste,
levantándola, la corrigió diciendo: "No te preocupes, madre, no has
cometido ningún error. Hefestión es como yo mismo".
Estatira y Sisigambis confunden a Hefestión con Alejandro y se arrodillan ante él
Su
generosidad y el amor que tenía por sus soldados queda demostrada en la
siguiente anécdota. Cuenta Plutarco que un emisario conducía al palacio
de Alejandro un mulo con un cargamento de oro. Tanto oro llevaba el
mulo, que no pudo con el peso y se desplomó muerto. El emisario cargó el
oro sobre sus hombros y así, agobiado por el peso, y pasó a paso,
sustituyó al mulo y consiguió llegar con mucho esfuerzo a palacio.
Cuando Alejandro le vio tan agotado, agradecido por su devoción, le
preguntó:
- "¿Serías capaz de llevar este oro un poco mas lejos?"
- "Por ti Alejandro, soy capaz de todo"- contestó el soldado.
- "Pues si lo llevas hasta tu casa, tuyo es", zanjó Alejandro.
Después
vino la conquista de Fenicia, que fue rápida a excepción del sitio de
Tiro que duró siete duros meses de asedio, tomó Jerusalén y penetró en
Egipto sin hallar resistencia alguna, es más, precedido de su fama como
vencedor de los persas, fue acogido como un libertador.
Alejandro
se presentó a sí mismo como protector de la antigua religión de Amón y,
tras visitar el templo del oráculo de Zeus Amón en el oasis de Siwa,
situado en el desierto Líbico, se proclamó su filiación divina al más
puro estilo faraónico, después se dirigió a Egipto. A raíz de este
acontecimiento, Alejandro escribió a su madre una carta con la siguiente
fórmula gratulatoria:
- "Alejandro, rey de Asia, hijo de Zeus Amón, saluda a su madre Olimpia".
A la vuelta del regio correo macedonio, contestaba Olimpia a su hijo:
-
"Hazme el favor, hijo mío querido, y calla. No me delates, por favor, a
la diosa Hera, pues podría tomar terrible venganza contra mí, si tú vas
propalando en tus cartas que soy la querida de su olímpico marido".
Alejandro Magno, como faraón de Egipto, ante Amón-Ra, en el templo de Luxor
Finalmente,
se le concedió a Alejandro la corona de los dos reinos, siendo nombrado
fararón en Menfis en el 332 a. C. Antes de partir, al regresar por el
extremo occidental del delta del Nilo, fundó, en un admirable paraje
natural, la ciudad de Alejandría, que se convirtió en la más prestigiosa
de los tiempos helenísticos. Para determinar su emplazamiento contó con
la inspiración de Homero, ya que solía decir que el poeta se le había
aparecido en sueños para recordarle unos versos de la Ilíada:
"En el vinoso y resonante Ponto
hay una isla a Egipto contrapuesta
de Faro con el nombre distinguida."
En
la isla de Faro y en la costa próxima planeó la ciudad que habría de
ser la capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y
Occidente. Como no pudieron delimitar el perímetro urbano con cal,
Alejandro decidió utilizar harina, pero las aves acudieron a comérsela
destruyendo los límites establecidos. Este acontecimiento fue
interpretado como un augurio de que la influencia de Alejandría se
extendería por toda la Tierra y que a ella vendrían gentes de todas
partes del mundo, gracias a sus riquezas. Y así fue.
Alejandro Magno y sus ingenieros trazan, con harina, el plano de Alejandría en el Delta del Nilo
Tras
la toma de Egipto, y a partir de 331 a. C., Alejandro reorganizó la
conquistas de sus territorios desde Tiro. En la primavera prosiguió su
exploración atravesando el Éufrates y el Tigris, y en la llanura de
Gaugamela se enfrentó al último de los ejércitos de Darío, llevando a su
fin, en la batalla de Arbelas, a la dinastía Aqueménida. Las
impresionantes tropas persas contaban en esta ocasión con una aterradora
fuerza de choque: elefantes.
Parmenión
era partidario de atacar amparado por la oscuridad, pero Alejandro no
quería ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmió confiado y
tranquilo mientras sus hombres se admiraban de su extraña serenidad.
Había madurado un plan genial para evitar las maniobras del enemigo. Su
mejor arma era la rapidez de la caballería, pero también contaba con la
escasa entereza de su contrincante y planeaba descabezar el ejército a
la primera oportunidad. Efectivamente, Darío volvió a mostrarse débil y
huyó ante la proximidad de Alejandro, sufriendo una nueva e infamante
derrota. A partir de aquí, todas las capitales importantes se abrieron
ante los griegos.
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